Todas las situaciones vitales o trascendentes dejan marcas imborrables en las personas que las viven. Y esta pandemia, por su carácter global, desconocido y especialmente beligerante con quién menos te lo esperas no es, lógicamente, una excepción.
A pesar de mis largos años de experiencia como enfermera, la situación en la que nos encontramos y las consecuencias en la esfera personal de los que la sufren, la temen o la tratan no puede más que evocarme escenas de películas y series de tintes apocalípticos, situaciones que marcarán un antes y un después en nuestras vidas.
En nuestra particular experiencia de esta distopía en el hospital, se representan todas las contingencias, todas las posibilidades expresadas de diferentes modos.
Por un lado, tenemos a los que están en las trincheras, al pie del cañón en las urgencias hospitalarias. Los profesionales que trabajan en este servicio están dando todo lo mejor de ellos, en un cóctel que mezcla el miedo irracional a lo desconocido y a la posibilidad de llevar la enfermedad a sus casas y la responsabilidad asociada al deber, a la vocación de servicio público. No en pocas ocasiones, este maldito enemigo invisible contra el que estamos luchando desde hace poco, y a la vez demasiado, tiempo, coge a alguno desprevenido.
Un pequeño descuido, un despiste, un momento de relajación en el que la mente te lleva a pensar que nada de esto está pasando, te pone en riesgo. Esta enfermedad es así de malvada, casi siempre viene camuflada. No hay paciente tipo y cualquiera puede ser el origen de una explosión de casos. Pero, a pesar de todo, son profesionales acostumbrados a estar en primera línea de fuego, a no decaer nunca y a tener siempre a un compañero en el que apoyarse.
En las siguientes líneas de defensa hospitalaria las cosas no son muy distintas. Cambias la inseguridad de no saber por dónde puede sorprenderte esta enfermedad a entornos donde tienes la seguridad de que el virus es parte del ambiente. Las unidades Covid y las UCIs son el territorio Chernóbil de la vieja Europa. Los profesionales van más preparados, tienen las EPIs adecuadas, cuando las tienen claro, pero nada es capaz de compensar la sensación de miedo a una enfermedad desconocida que lo mismo permite que viva una persona pluripatológica de más de ochenta años que termina llevando con Caronte a un joven deportista de apenas cuarenta años.
El resto del hospital no se escapa a esa sensación irracional de miedo a lo desconocido y a la vez a lo que tienes la profunda sensación que puede acabar con tu vida o con la de los tuyos. Pasillos cargados de mascarillas de todo tipo, sirvan o no, sean las que estén indicadas por los protocolos o las que te ha regalado tu familiar o tu amigo que trabaja en la industria petroquímica.
Pero si los profesionales lo están pasando mal y están viéndose obligados a cambiar rutinas, procedimientos y protocolos, los grandes afectados son los pacientes y sus familias. La soledad, la incertidumbre y el silencio son sus grandes losas de preocupación.
Tras todas esas mascarillas, las batas, los monos y las gafas de protección, siempre hay una sonrisa espontánea que no se ve, una mueca que sirve instintivamente para tratar de compensar el miedo que sentimos en los ojos de los pacientes. Miedo cuando llegan y se les informa de la posibilidad de tener la temida enfermedad.
Igual que, pese a los dos pares de guantes, siempre hay una mano a la que pueden agarrarse fuertemente, en ese momento el mayor de nuestros tesoros, el contacto, cargado de capas y protección, pero contacto, al fin y al cabo.
Y también una palabra de ánimo y alivio, un simple “No te preocupes” que poco sirve para compensar todo lo que viene después de que desaparezcamos entre puertas, dejando atrás a un paciente atemorizado y sin su familia, sin saber cuándo podrá volver a abrazar a sus seres queridos.
Por unos días somos los sanitarios los que pasamos a ser sus familias, a cuidar como nos enseñaron con el alma y el corazón, cuando intentamos hacer más llevadera esa soledad e intentamos hacer que nos sientan parte de ellos.
El miedo lo impregna todo. La mayor marca que dejará esta pandemia es el miedo, la enorme sensación de vulnerabilidad que esta enfermedad nos ha traído de vuelta a occidente. Miedo a morir cuando no era el momento., miedo a que muera quién, de acuerdo a los cánones que teníamos hasta este momento en occidente, no le tocaba.
Así que es normal que nuestros sentimientos estén a flor de piel. Nos piden que mantengamos una distancia de seguridad y al mismo tiempo tenemos una necesidad imperiosa de achuchar a nuestros compañeros de lágrimas cuando las suyas se derraman porque cuentan que no saben cuando podrán ver a sus hijos o sus familias.
Todos los días hay momentos en los que creemos que vamos a decaer, que tanta tensión contenida, tanto miedo disimulado podrá con nosotros, pero siempre algo en nuestro interior nos aflora, no sabemos qué, una sensación de aún queda un poco más de fuerza, la posibilidad de una marca más de las gafas o de la mascarilla, de una muesca más en la memoria del miedo que estamos viviendo, porque en el fondo es un día menos que luchar.
Un día más de miedo es, en el fondo, un día menos de miedo. Una marca más es, en el fondo, una marca menos y un día menos de miedo.
Este texto se ha realizado a seis manos con mis amigas y compañeras Mercedes Serrano y Rosa Figueroa para un trabajo del Experto en Gestión de Cuidados de la Escuela Andaluza de Salud Pública.
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